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Traducción de Enric Sanchis
La transformación técnico-económica en curso, entre
otros factores, hace imposible el restablecimiento de una situación de
pleno empleo. Por ello, es preciso animar un proyecto político de
transformación social que permita redistribuir el trabajo, con una
reducción o una intermitencia del tiempo de trabajo y fórmulas de
remuneración originales y de intercambio que permitan salir de la
sociedad salarial y superar el capitalismo. Ese proyecto político es, al
tiempo, evolución cultural en busca del pleno desarrollo de las
personas.
Hace dos años a los expertos de la OCDE se les encargó la misión de
responder a la pregunta siguiente: ¿Los países industrializados han
entrado en una nueva era que obligará a sus gobiernos a revisar de
manera radical sus ideas acerca de los medios para alcanzar un casi
pleno empleo? Al cabo de un año de reflexión los expertos se habían
dividido en dos grupos irreconciliables: por un lado, aquellos a quienes
se ha dado en llamar los «economistas»; por otro, los «tecnólogos».
Para los «economistas» la revolución técnica actual —llamada
«informacional» o «microelectrónica»— no es fundamentalmente diferente
de las revoluciones técnicas anteriores, a las que el mundo capitalista
ha sabido adaptarse siempre. Todas han acabado engendrando más empleos
de los que suprimían, y lo mismo ocurrirá esta vez siempre que no se
obstaculice el libre juego de las leyes del mercado.
Para los «tecnólogos», por el contrario, la economía mundial
experimenta un cambio sin precedentes. La revolución informacional y la
mundialización de los intercambios están en vías de alumbrar un nuevo
tipo de sociedad en los países industriales avanzados, en la que «los
empleos tradicionales, estables y a tiempo completo» van sencillamente a
desaparecer. Según Jean-Claude Paye, secretario general de la OCDE, en
los años venideros la industria podría no emplear más que el 2% de la
población activa, y la agricultura el 1%.
En las recomendaciones que finalmente ha hecho llegar la OCDE al
acabar la primavera de 1994, a los gobiernos de sus veinticuatro países
miembros, no hay ninguna alusión a la oposición entre «economistas» y
«tecnólogos». Los primeros, partidarios en su mayoría de las tesis
neoliberales y monetaristas, han cerrado el debate imponiendo sus puntos
de vista. Pero no han convencido. Por el contrario, a lo largo de 1993 y
1994 sus tesis han sido contestadas con más fuerza que nunca,
particularmente en diarios americanos como el Wall Street Journal, el
New York Times e incluso Time.
Mucho antes que la prensa europea, estas publicaciones han llamado
la atención sobre la rapidez de una evolución que parece confirmar la
tesis de los «tecnólogos» y que cuestiona profundamente las ideas
todavía predominantes entre los economistas sobre las razones y la
naturaleza del paro y sobre los medios y la posibilidad de combatirlo.
Re-engineering
Descrita en varios reportajes por el Wall Street Journal, la
evolución actual consiste en combinar un nivel cada vez más elevado de
informatización y de robotización con un nuevo modelo de organización
que permite la máxima flexibilidad en la gestión de los efectivos.
Difundido por sus inventores americanos bajo el nombre de re-engineering
[re-ingeniería], este nuevo modelo de organización permite asegurar un
mismo volumen de producción con la mitad del capital y de un 40 a un 80%
menos de asalariados. De los 90 millones de empleos que suministra el
sector privado a los Estados Unidos, 25 millones podrían ser
suprimidos[1]. En Alemania, 9 millones de empleos sobre un total de 33
desaparecerían «si las técnicas y los métodos más avanzados fuesen
aplicados en todos los lugares donde fuese posible»[2]. La tasa de paro
alemana alcanzaría entonces el 38%. El Boston Consulting Group (BCG),
por su parte, estima que la industria alemana tiene reservas de
productividad del 30 al 40% y un excedente de 2’5 millones de
asalariados, mientras que las reservas de productividad de las
administraciones y servicios llegarían hasta el 50%.
Por tanto, ya no se podrá contar con los servicios para absorber la
fuerza de trabajo eliminada por la industria. Y tampoco se podrá seguir
explicando el paro por las dos razones principales que invocan la
mayoría de las veces los economistas clásicos: la falta de cualificación
de la mano de obra y los salarios demasiado elevados de los
trabajadores no cualificados. Ya no es principalmente mano de obra no
cualificada lo que las empresas eliminan desde 1991. En la actualidad,
entre los parados alemanes hay cerca de un millón de obreros
cualificados y 75.000 ingenieros, economistas de empresa, físicos y
químicos, la mayoría de los cuales tiene menos de 35 años de edad. Entre
las personas cualificadas el paro se ha triplicado en dos años y ha
aumentado más rápidamente que la tasa de paro total. El 75% de los
diplomados de las universidades alemanas sólo encuentran trabajo poco o
nada cualificado. En Francia el 25% de los nuevos parados registrados en
1992 y 1993 ha hecho al menos dos años de estudios superiores, el 50%
tiene al menos el bachillerato.
La situación no es diferente en Estados Unidos y Gran Bretaña. Según
el Departamento de Trabajo de los Estados Unidos, hay que prever que
«el 30% del flujo anual de graduados desde ahora hasta el año 2005 va a
moverse entre el paro y el subempleo»[3]. Sobre un total de 35 millones
de empleos creados en los Estados Unidos de 1972 a 1993, 34 millones son
empleos de servicios, la mitad de los cuales han sido creados en bares y
restaurantes. La restauración y el comercio al por menor representan
conjuntamente el 45% de la totalidad de los empleos americanos.
Dos evidencias se deducen de esta evolución. En primer lugar, la
esfera de la producción capitalista emplea un volumen cada vez menor de
trabajo para producir un volumen creciente de riquezas. Tal esfera ya no
está al alcance de una proporción creciente de la fuerza de trabajo,
cualquiera que sea la cualificación de ésta. En segundo lugar, por
tanto, sólo pueden crearse empleos suplementarios a través de la
redistribución y el reparto de los empleos existentes, por una parte, y a
través del desarrollo, por otra, de actividades situadas fuera de la
esfera capitalista y que no tengan como condición la valorización de un
capital. Pero la forma del empleo asalariado, es decir del trabajo
mercancía, tiene pocas posibilidades de convenir al desarrollo de estas
actividades. Volveremos sobre el tema.
Contingent jobs
El re-engineering, al igual que las diferentes formas de producción y
gestión «ligeras» (lean production y lean management en americano), no
sólo reducen el número de empleos, también modifican profundamente la
situación de los asalariados y las condiciones de empleo. Concentran la
actividad de cada empresa, de cada unidad económica, sobre aquello para
lo que está más capacitada de hacer con la eficacia máxima. Las otras
actividades son «externalizadas», es decir, confiadas a empresas
subcontratistas y a asalariados externos, la mayoría de las veces
pagados a destajo por un número de horas variable de semana en
semana[4].
La empresa divide así a su personal en dos grandes categorías. Un
núcleo central está compuesto por asalariados permanentes que aseguran
las funciones estratégicas y deben ser capaces de polivalencia,
evolución profesional y movilidad. En torno a este núcleo estable de
«permanentes» gravita una reserva de mano de obra precaria cuyos
efectivos y horarios de trabajo la empresa puede ajustar casi
instantáneamente según las necesidades del momento. Estos «externos»
perciben una remuneración variable según la cantidad de trabajo
suministrada, generalmente muy por debajo del tiempo completo, y a
menudo son considerados como «autónomos» no pertenecientes a la empresa
aun cuando no trabajen más que para ella.
El núcleo estable de «permanentes» no ha dejado de reducirse,
mientras que aumenta la proporción de personal temporal, precario y a
tiempo parcial. Un estudio del instituto de investigaciones de los
sindicatos alemanes pronosticaba, en 1986, que los empleos llamados
«fuera de las normas» llegarían a ser mayoritarios en el curso de los
años 90. Este pronóstico está en vías de verificarse. En Gran Bretaña,
el número de empleos a tiempo completo no ha dejado de disminuir desde
1979. En la actualidad el 90% de los empleos creados son precarios, a
tiempo y salario parciales (contra el 65% en los años 80). Estos empleos
«fuera de las normas» representan el 28% del empleo total. Las mismas
proporciones se encuentran en los Estados Unidos. Las 500 mayores
empresas americanas no emplean más que a un 10% de asalariados
permanentes y a tiempo completo. La sustitución de «permanentes» por
personal externo a tiempo y salario reducidos es tan rápida que los
contingent jobs (empleos precarios e inestables) representarán más de la
mitad del total de los empleos americanos antes de 10 años. El plan de
reorganización de la Bank America de California, por ejemplo (28.000
asalariados en la actualidad), prevé no conservar más que un 19% de
empleados permanentes, mientras que el 81% restante se convertirán en
contingent employees, la duración de cuyo trabajo será en la mayoría de
los casos inferior a 20 horas por semana.
El total de parados, de asalariados a tiempo parcial, de personas
cuyo salario es inferior al nivel de pobreza (Los working poor [pobres
ocupados], que son el 18% de los activos americanos) y de personas que a
pesar de su nivel de formación no encuentran más que trabajo no
cualificado, este total representa actualmente el 40% de la población
activa en Estados Unidos y Gran Bretaña, y entre el 30 y el 40% en la
mayor parte de los países de la Unión Europea. Por tanto, más de un
tercio de la población activa ya no pertenece a la «sociedad salarial», o
no pertenece más que a medias, y muchos de aquellos y aquellas que
todavía pertenecen a ella por su empleo temen, no sin razón, que
acabarán siendo expulsados.
Teniendo estos datos en la cabeza es imposible creer que el «pleno
empleo» —es decir una situación que asegura al 95% de la población
activa un empleo permanente, a tiempo completo, durante toda la vida
activa— pueda ser restablecido en el futuro. Imposible también creer que
el «valor-trabajo» pueda permanecer a la base de la organización de la
sociedad. Por otra parte veremos que ya no lo está: para la mayoría de
las personas, sobre todo de los jóvenes, el trabajo ha dejado de ser una
fuente de «identidad», de pertenencia a la sociedad, de sentido. Cuanto
más se obstinen el discurso social y el discurso político dominantes en
hacer del empleo el fundamento de la cohesión social y del sentido de
la vida de cada cual, más se sentirán extranjeros o socialmente
excluidos todos aquellos y todas aquellas, virtualmente mayoritarios,
para quienes el empleo es siempre precario, temporal, a la merced de la
arbitrariedad patronal y de las fluctuaciones del mercado. Si se quiere
restablecer la cohesión social como ciudadano de pleno derecho, es
necesario comenzar reconociendo que la sociedad salarial ha muerto y que
es la actividad y no solamente el trabajo-empleo lo que deberá
fundamentar el estatuto, los derechos y el valor social reconocido a los
individuos. Volveré sobre el tema.
Civilizar el tiempo liberado
Por el momento es importante captar bien que no hay parados por un
lado y gente que trabaja por otro, y que la eliminación del paro no
puede consistir en «repartir» el trabajo transfiriendo sobre los parados
una parte del trabajo hecho por los trabajadores. Este reparto es
posible en el caso de muchos empleos permanentes, pero no puede ser
generalizado. En efecto, cuando las estadísticas oficiales registran un
11 o 15 o 20% de parados, es necesario comprender que en realidad el
paro ha afectado a dos o tres veces más personas en el curso de un año:
todas aquellas que han perdido, encontrado y vuelto a perder un empleo,
que han pasado tres o seis meses buscando un trabajo temporal. La
existencia de tres o cuatro millones de parados en las estadísticas no
significa que habría que crear tres o cuatro millones de empleos
suplementarios para eliminar el paro, sino que, además de un stock de
cerca de un millón de parados de larga duración, más de cinco millones
de personas conocen períodos de paro total o parcial.
Es decir, que la reducción de la duración semanal o diaria del
trabajo es en la actualidad un medio mucho menos eficaz que antes para
reducir el paro: podría hacer aumentar el número de empleos permanentes y
a tiempo completo, pero no tendría efectos sobre el número y la
precariedad de los empleos «externalizados», a tiempo y salario parcial.
En efecto, el desarrollo rápido del personal «externalizado» significa
que la patronal ha «previsto anticipadamente» las reducciones de la
duración del trabajo dándoles una forma que refuerza su poder: la de la
flexibilidad de los horarios, de los salarios y de los efectivos; dicho
en otras palabras, la del paro parcial no indemnizado.
El remedio a las patologías sociales que engendra la revolución
informacional no puede consistir, por tanto, en crear empleo por todos
los medios. La cuestión no es saber qué hacer para que, a pesar del
inmenso ahorro del tiempo de trabajo conseguido gracias al cambio
técnico, todo el mundo continúe trabajando como en el pasado. La
cuestión es saber cómo puede ser transformado ese ahorro de tiempo de
trabajo en nuevas libertades individuales y colectivas; en otras
palabras, cómo puede ser transformado el tiempo liberado de trabajo a
escala de la sociedad en un recurso, y cómo puede la sociedad apropiarse
y redistribuir este recurso de manera que todos y todas tengan acceso
al mismo y se conviertan en dueños de su tiempo, dueños de su vida,
productores libres de relaciones de cooperación y de intercambio.
En una palabra, la cuestión es esencialmente política y sólo puede
recibir respuestas en el marco de un proyecto político, de
transformación social. La cuestión no puede recibir respuesta a través
de medidas parciales que —como el «reparto del trabajo y de las
remuneraciones»— reducen el salario de todos los empleados de una
empresa para evitar la reducción de su número. El efecto de las medidas
de reparto no es nunca duradero; tales medidas no pueden aportar una
solución de fondo al problema en que se encuentran las sociedades
capitalistas cuando el crecimiento del volumen de bienes y servicios
producidos va acompañado de una contracción de la cantidad de trabajo
movilizado y del volumen de salarios distribuidos. Las medidas que
componen una política de redistribución del trabajo y del tiempo
liberado tendrán que inscribirse en la perspectiva de una superación de
la sociedad salarial. Esta superación ya está ampliamente insinuada en
los hechos, ahora se trata de querer hacerla y cargarla de sentido. En
efecto:
La contratación del volumen de trabajo económicamente necesario
indica que está llegando a su fin una economía en la cual (parafraseando
a Marx) el trabajo era la medida de la riqueza y el tiempo de trabajo
la medida del trabajo.
Ya no es posible hacer depender la importancia de la remuneración de
la cantidad de trabajo suministrado, ni el derecho a la remuneración de
la ocupación de un empleo.
La vida de las personas ya ha dejado de estar dominada por el tiempo
de trabajo, mientras que las relaciones sociales continúan estando
dominadas por los imperativos de valorización del capital.
El creciente ahorro de tiempo de trabajo sólo podrá ser cargado de
sentido si es percibido y valorizado socialmente como un tiempo liberado
cuya apropiación individual y colectiva permitirá a los individuos y a
la sociedad perseguir fines diferentes de los económicos.
La apropiación individual y colectiva de tiempo es la tarea que, en
el proyecto de un socialismo postindustrial, completa y reemplaza la
función central atribuida en el pasado a la apropiación colectiva de los
medios de producción y de intercambio y a la abolición del trabajo
asalariado.
El proyecto de transformación social habrá de reflejarse en la
presentación y las modalidades de articulación de una política de
redistribución del trabajo y de reducción de su duración. La cuestión de
saber si las diferentes formas de reducción de la duración del trabajo
deben o no ser acompañadas de una reducción de la remuneración deberá
recibir, más allá de consideraciones coyunturales y de oportunidad
inmediata, una respuesta de principio que exprese una opción
estratégica.
Redistribuir
La distinción entre medidas puntuales y política de conjunto es aquí
esencial. Por ejemplo, cuando los aproximadamente 100.000 asalariados
de Volkswagen aceptan una reducción de sus horarios y de sus
remuneraciones para evitar 30.000 despidos, se trata de una medida
puntual de «reparto» de trabajo que distribuye un volumen reducido de
trabajo y de recursos entre un número constante de personas. Pero este
«reparto» es sólo una solución provisional, ya que Volkswagen tendrá que
reducir sus efectivos (o más exactamente sus costes salariales
unitarios) a la mitad en cuatro años si quiere seguir siendo
competitiva. Así pues, ¿su personal va a trabajar mañana 18 horas
semanales con una remuneración reducida a la mitad? Al no estar inscrito
en un proyecto de conjunto, el «reparto» no es capaz de aportar una
solución duradera a los problemas que plantea la transformación
técnico-económica en curso.
La redistribución del trabajo, por el contrario, se refiere a una
política inscrita en la duración, que se da como tarea la de
redistribuir continuamente entre el conjunto de la población activa un
volumen de trabajo en vía de contracción, de manera que se prevenga el
paro mediante la reducción progresiva de la duración del trabajo y se
abra un espacio público en continua expansión a las actividades no
económicas. La financiación de una política de estas características no
podrá ser la misma que la del reparto.
En la lógica de una política de redistribución, en principio la
remuneración no tiene por qué disminuir con el tiempo de trabajo. Cuando
un menor volumen de trabajo basta para producir un mismo volumen de
riquezas, nada se opone en principio a que cada cual reciba por un
trabajo menor una parte inalterada de la riqueza producida. La reducción
de la remuneración sólo es necesaria cuando, para reabsorber un paro
preexistente, el volumen global de trabajo debe ser repartido entre un
número mucho mayor de activos mediante una reducción masiva y
relativamente rápida de su duración. Es en esta situación excepcional en
la que nos encontramos en la actualidad. Y nos encontramos en ella
porque los principios que deben orientar una política de redistribución
no han sido aplicados durante dos decenios. Únicamente durante la década
de los años 80, en Francia, el volumen de trabajo remunerado se ha
reducido en un 15%, mientras que el volumen de riquezas producidas ha
aumentado en cerca del 30%. Por tanto, en principio, una política de
redistribución del trabajo habría podido incrementar los efectivos
empleados en cerca del 12%, subir las remuneraciones en cerca del 18% y
reducir la duración del trabajo en más del 25%. Pueden escogerse otras
proporciones (por ejemplo un incremento sólo del 10% de los efectivos,
una subida menor de las remuneraciones a fin de mejorar la capacidad de
autofinanciación, etc.) pero lo esencial permanece: una política de
redistribución habría podido, en principio, reabsorber el paro
existente, prevenir su reaparición y elevar al mismo tiempo el poder de
compra de los activos. El hecho de que esta política no haya sido
llevada a cabo es lo que impone, en la actualidad, la necesidad de una
redistribución retroactiva del trabajo y de las riquezas. Por tanto no
es la reducción de la duración del trabajo por sí misma, sino el
carácter retroactivo de la redistribución, lo que obliga en ciertas
situaciones a una disminución de las remuneraciones.
Esta disminución necesaria tiene sin embargo un carácter temporal.
Es consecuencia de que los efectivos empleados deberían crecer mucho más
rápidamente que el volumen de riquezas disponibles. Ahora bien, una vez
se haya reabsorbido el paro, la duración del trabajo deberá continuar
reduciéndose sin que la remuneración tenga que hacerlo en la misma
medida, y esto durante todo el tiempo en que la productividad media
aumente más rápidamente que la producción, es decir, todo lo lejos que
nos alcanza la vista. La muerte de la sociedad salarial está inscrita en
este desarrollo. Para no sufrirlo, ahora se trata de ponerse a
resguardo de los procesos que condenan a este sistema social y de
utilizarlos para producir una sociedad diferente.
Inversión de valores
Tenemos que hacernos a la idea de que todo el mundo trabajará cada
vez menos en la esfera de la producción y de los intercambios
económicos; que la norma del tiempo completo, que era de 3.000 horas al
año a comienzos de este siglo, pasará de las aproximadamente 1.500 horas
actuales a 1.200 y después a 1.000 horas. Tenemos que hacernos a la
idea de que vamos hacia una civilización en la que el trabajo no
representa más que una ocupación cada vez más intermitente y cada vez
menos importante para el sentido de la vida y la imagen que cada uno se
hace de sí mismo. Hemos de rendirnos a la evidencia de que hemos entrado
ya en esta civilización, y de que, como ha demostrado Roger Sue, «el
tiempo de trabajo ya no es dominante más que en la medida en que se
esfuerzan en hacernos creer que lo es todavía»[5]. Para la gran mayoría
de las personas la producción de sí mismas, la producción de sentidos y
la producción de relaciones sociales se efectúa principalmente durante
el tiempo fuera del trabajo. Preguntadas sobre «el factor principal de
realización personal» y «el principal medio de dar sentido a su vida»,
sólo el 9 y el 10% respectivamente de las personas interrogadas citan
«el trabajo», «el éxito profesional». Entre los jóvenes de 18 a 25 años
la proporción cae incluso al 7%.
Así, mientras que el temor a perder el empleo o de no encontrarlo
conduce a la idealización del trabajo en el discurso social dominante,
para el 80% aproximadamente de las personas interrogadas el trabajo ya
no es un valor o una fuente de valores y de sentido, sino solamente «un
medio para ganarse la vida», incluso «una necesidad que hay que sufrir».
Más de dos tercios de los menores de 25 años —incluso de los que tienen
un nivel de cualificación elevado— escogen su empleo en función del
tiempo libre que les deja. Así pues, ha habido una inversión de valores:
son las actividades de tiempo libre las que a partir de ahora imponen
sus valores a la vida de trabajo. Como no deja de señalar Joffre
Dumazedier —de quien he tomado una parte de los datos anteriores— el
tiempo libre se ha convertido en el tiempo social dominante, se ha
producido una «inversión de los tiempos sociales». Pero como esta
inversión, aunque es vivida, todavía no ha sido reflejada por el
discurso social dominante, «la sociedad del ocio no tiene visibilidad
social. Se organiza en la niebla. [...] Valores colectivos anacrónicos o
irreales [...] impiden percibir las nuevas realidades producidas por
una especie de revolución de los tiempos sociales [...] Tanto en la
izquierda como en la derecha, se mantiene una representación política de
la sociedad francesa cada vez más alejada de los problemas reales,
vividos por la mayoría a todas las edades de la vida».[6]
Para estar a la altura de los retos que se plantean, una política de
liberación de tiempo, para comenzar habrá de dotarse de un objetivo que
haga tangible la «inversión de los tiempos sociales» señalada por
Dumazedier: un objetivo que marque la ruptura entre un pasado en el que
la vida estaba centrada en el trabajo y un porvenir en el que serán
preponderantes las actividades que no son de trabajo-empleo. Una
política de liberación de tiempo debe comenzar creando nuevos espacios
para nuevos proyectos de vida, lugares para nuevas formas de socialidad.
La resonancia que ha tenido la propuesta de P. Larrouturou sobre la
semana de 33 horas y 4 días, viene en gran parte de ahí: es una
invitación a imaginar otra vida en la que trabajar menos signifique
también vivir y trabajar de otra manera.
Reducciones del tiempo de trabajo
La liberación de tiempo no tendrá ni el mismo sentido ni el mismo
efecto sobre la redistribución del empleo si se lleva a cabo en dosis
homeopáticas reduciendo entre el 1 y el 2% anual (es decir entre 25 y 50
minutos) la duración semanal del trabajo. Reducciones tan ínfimas,
inferiores al aumento anual de la productividad y a las reservas de
productividad que existen en toda empresa, no permiten cambiar la
organización del trabajo, la manera de trabajar y de vivir; ni siquiera
crean empleos. Una política de liberación de tiempo y de redistribución
del trabajo, para ser efectiva deberá más bien presentar las
características siguientes:
La duración del trabajo debe ser reducida periódicamente (por
ejemplo cada tres o cuatro años) en grados importantes. Su reducción
sólo dará lugar a creaciones de empleo si es más fuerte que la
contracción del volumen de trabajo en el curso de un período.[7]
La duración del trabajo normal debe ser reducida mediante una ley
marco y un acuerdo interprofesional, ya que en la actualidad todos los
trabajadores, cualquiera que sea su nivel de formación, están expuestos
al paro.
La fecha de entrada en vigor de la reducción de la duración del
trabajo debe estar bastante alejada (de tres a cuatro años) para
permitir:
• La realización de previsiones sobre las necesidades cualitativas y
cuantitativas de personal que la reducción de la duración del trabajo
entrañará en cada rama, administración, servicio público, corporación.
En Francia, la Comisaría General del Plan es el organismo adecuado para
hacer estos estudios, que en Alemania son realizados por las
organizaciones empresariales.
• La formación o conversión profesional a los oficios en los cuales se
crearán empleos. Éstos aparecerán principalmente en los servicios
públicos y privados, mientras que los efectivos empleados en la
industria continuarán reduciéndose.
• La negociación de convenios colectivos de rama y de acuerdos de
empresa en torno, particularmente, a la reorganización del trabajo, la
duración de la utilización de los equipamientos, horarios menos rígidos,
un contrato de productividad, la evolución de los efectivos, de las
cualificaciones y de los salarios. La preparación de la reducción de la
duración del trabajo entraña, pues, una movilización de la sociedad a
todos los niveles, hace tambalearse todos los aspectos de las relaciones
de trabajo en el campo de la negociación, revaloriza el sindicalismo,
alimenta la vida y el debate democráticos de contenidos y de problemas
concretos. «Derecho de expresión de los trabajadores», «participación»,
«política contractual», «poder de los ciudadanos» dejarán de ser
abstracciones.
La reducción de la duración del trabajo debe asumir más de una
forma. La semana de cuatro días y de 32 o 33 horas sólo es aplicable a
los asalariados estables y a tiempo completo de la industria. En efecto,
para ésta, la semana móvil de cuatro días con tres o tres equipos y
medio permite a la vez una utilización óptima de los equipamientos y el
aumento de los efectivos empleados sin aumento del número de puestos.
Ahora bien, la inmensa mayoría de los empleados a cubrir se situarán en
servicios en los cuales crece el trabajo discontinuo, temporal y a
tiempo muy reducido.
Derecho al trabajo intermitente
En honor de los activos, virtualmente mayoritarios, que están
empleados de manera precaria, intermitente y a tiempo muy reducido,
habrá que prever fórmulas mucho más flexibles que para los asalariados
permanentes y a tiempo completo. El tiempo de trabajo que da derecho a
una remuneración plena habrá de ser contado para ellos a escala de uno o
varios años, y su trabajo discontinuo dar derecho a una remuneración
continua.
Esta remuneración continua tendrá que ser igual o casi igual a la
remuneración de la profesión ejercida, durante todo el tiempo en que
cierta cantidad de trabajo (por ejemplo el 50% del equivalente a un
tiempo completo) sea suministrada en el espacio de uno o de tres o de
siete años, a condición de que el intervalo entre dos períodos de
actividad profesional no supere cierto umbral (por ejemplo seis meses).
Es una fórmula bastante cercana a la que proponía desde 1981 el antiguo
comisario general del Plan Michel Albert, según el cual sería
beneficioso asignar a las personas que eligieran trabajar a tiempo
parcial una especie de «indemnización de reparto de trabajo» que llevara
su remuneración al 75 u 80% del salario correspondiente al tiempo
completo. Pero la misma noción de «tiempo parcial» merece ser
considerablemente flexibilizada: puede tratarse de dos semanas por mes o
de seis meses por año o de 36 meses repartidos entre seis años (entre
siete si se generaliza el año sabático), etc. Además, el derecho a una
remuneración continua por un trabajo discontinuo (volveré sobre este
tema) podrá asimilar a los períodos de trabajo períodos de actividad no
remunerada:
Actividades voluntarias de interés colectivo en asociaciones, cooperativas, redes de ayuda mutua, etc.
Actividades artísticas y culturales, colectivas (en grupos de arte
dramático, orquestas, asociaciones deportivas) o personales (en Suecia,
jóvenes escritores, pintores o compositores pueden obtener becas de tres
años para llevar a cabo un proyecto personal).
Actividades educativas y de formación sobre la base:
a) del derecho a un permiso individual de formación que permita
hacer o reemprender estudios a cualquier edad, aprender un nuevo oficio,
compartir o intercambiar conocimientos;
b) del derecho a un permiso de educación por maternidad o paternidad
que, en la antigua Checoslovaquia, permitía a uno de los padres coger
tres años de permiso con el 70% del último salario, después del
nacimiento de un hijo. En Suecia los padres pueden repartirse a su
conveniencia, a lo largo de los tres años siguientes al nacimiento de un
hijo, un total de doce meses de permiso-educación, percibiendo el 90%
de su salario durante los períodos de permiso. Además, el padre o la
madre, pueden disponer de una o varias semanas de permiso pagado al año
para cuidar a un hijo o a un padre enfermos.
A medida que el empleo permanente y el trabajo
continuo dejen de ser la regla, la discontinuidad de la relación
salarial podrá así ser transformada en derecho al trabajo intermitente,
en derecho a «elegir tiempo». Esta discontinuidad podrá convertirse en
una nueva libertad fundamental: el poder de cada persona de planificar
su vida a escala de varios años. Así, se abrirá un nuevo espacio a las
actividades elegidas, ya sean privadas o públicas, individuales o
colectivas.
El «segundo cheque»
La reducción de la duración del trabajo sin pérdida de remuneración,
así como el derecho a una remuneración continua por un trabajo
discontinuo tienen evidentemente un coste. Este coste no puede ser
simplemente cargado sobre las empresas bajo la forma de un aumento de
los salarios por hora. Sin duda, cuando un volumen creciente de riqueza
es producido con un volumen decreciente de trabajo, el poder de compra
distribuido puede continuar creciendo aun cuando la duración media del
trabajo disminuya. Esto es, por otra parte, lo que ha pasado entre 1960 y
1990: la producción alemana, por ejemplo, se ha multiplicado por 2’8,
el volumen de trabajo suministrado por la población activa ha disminuido
en un 18%, la duración anual del trabajo se ha reducido en un 20%, y
las remuneraciones reales, salariales o no, han aumentado en conjunto
tanto como la producción. Desde el punto de vista macroeconómico nada
impide seguir por este camino. Pero desde el punto de vista
microeconómico, la redistribución de los frutos de la productividad
creciente ya no puede continuar haciéndose como en el pasado a través de
aumentos generales de los salarios por hora.
La razón de esto es estructural: en la actualidad la mayoría de la
población activa está empleada en actividades de productividad
estancada, tales como la enseñanza, sanidad, reparaciones, hostelería,
servicios sociales, etc. En la medida en que la productividad continúe
creciendo muy rápidamente en la industria y en los servicios
formalizables, sólo podrá aumentarse el número de empleos mediante una
política de redistribución del trabajo y de reducción de su duración en
los servicios de productividad estancada. Ahora bien, con productividad
estancada, una reducción del 20% de la duración del trabajo implica un
incremento del 25% de los efectivos. Si el personal tiene derecho a
mantener un antiguo salario real, el coste de los servicios deviene
rápidamente inabordable y la distorsión de precios entre productos
industriales y servicios casi artesanales monstruosa. Entonces las
actividades artesanales de productividad estancada tienden a
desaparecer: sólo subsisten bajo la forma de prestaciones de gran lujo
y, en el resto de los casos, son transferidas ya sea al sector público,
al do it yourself [hágalo usted mismo], o bien, bajo una forma
envilecida, a una mano de obra a la baja más o menos clandestina. Por
tanto, no es sólo en el sector expuesto a la competencia internacional
donde la disminución de la duración del trabajo debe ser acompañada de
una reducción de la masa de remuneraciones distribuida por cada empresa.
Sólo esta reducción puede preservar un tejido social que incluye
verdaderos oficios y servicios profesionales privados. Pero,
evidentemente, esta reducción debe ser compensada.
En este sentido Guy Aznar propone generalizar «la indemnización por
reparto de trabajo» sugerida por Michel Albert para los empleos a tiempo
parcial.[8] Toda persona activa percibirá dos remuneraciones distintas:
un salario y un «segundo cheque». El salario remunerará el trabajo
suministrado a la tarifa horaria prevista en los convenios colectivos;
el «segundo cheque» compensará las disminuciones salariales
subsiguientes a la reducción periódica de la duración del trabajo. Y
asegurará también una remuneración continua a las personas empleadas de
manera discontinua.
El «segundo cheque» es, pues, una remuneración social negociable al
mismo título que el salario, las condiciones de trabajo y los horarios,
en el marco de una política de redistribución del trabajo y del tiempo
liberado. Es el resultado de un contrato social renovable, con plazos
fijados previamente, por negociaciones colectivas. Es aquí donde radica
su gran ventaja respecto a la «renta de ciudadanía» o la «prestación
universal» garantizadas incondicional-mente y de por vida a todo
ciudadano. En efecto, de concepción liberal, «la prestación universal»
de una renta básica, a la que cada cual sería libre de añadir o no la
remuneración de un trabajo pagado, no es negociable: es otorgada y por
tanto no da lugar a discusiones ni conflictos sociales periódicos entre
contratantes. Deja funcionar el mercado de trabajo según una lógica
liberal y por tanto no reconoce el derecho al trabajo en tanto que
derecho político de participar en el proceso social de producción y de
adquirir un poder sobre la sociedad a través de esta participación. El
«segundo cheque», por su parte, deriva de un contrato social en virtud
del cual los ciudadanos (en tanto que trabajadores, consumidores,
personas privadas y productores de sentido) y la sociedad adquieren y se
reconocen mutuamente derechos y poderes.
El «segundo cheque» no puede ser financiado por la simple
reafectación de las sumas que, actualmente, se utilizan para indemnizar a
los parados. Esta reafectación permitiría sin duda (los cálculos se han
hecho para Francia) financiar una reducción bastante fuerte de la
duración del trabajo (a 33 horas semanales sin pérdida apreciable de
remuneración) para reabsorber dos terceras partes del paro existente.
Pero esta medida no sería repetible y no daría lugar a una política. Las
indemnizaciones de paro con las que se financiarían las
«indemnizaciones por reparto de trabajo» no serían suficientes para
financiar las reducciones ulteriores de la duración del trabajo ni,
sobre todo, para garantizar una remuneración continua más o menos normal
a aquellas y aquellos, cada vez más numerosos, cuyo trabajo sólo se
demanda de manera intermitente o a horarios muy reducidos.
Es necesario, pues, encontrar un modo de financiación específico para el segundo cheque que satisfaga cuatro condiciones:
no amputar la remuneración real de los asalariados;
no incrementar los costes de las empresas;
no impedir a las empresas que reduzcan sus costes salariales mediante inversiones de productividad;
preservar un sistema de precios compatible con la supervivencia de profesiones y empresas artesanales.
La fuente más importante que satisface estas cuatro condiciones es
un impuesto selectivo sobre el consumo, bajo la forma de IVA
incrementado sobre ciertos productos y de tasas específicas recargadas
sobre la energía y los recursos no renovables.
Indudablemente, los impuestos sobre el consumo reducirán el poder de
compra de las rentas altas. Pero tienen una ventaja sobre un alza
equivalente de la imposición directa: están diferenciados según la
naturaleza de los productos y por tanto permiten a la sociedad orientar
el consumo según criterios sociales, culturales y ecológicos, en lugar
de dejar a las empresas libertad para desarrollar los consumos que les
reporten los beneficios más elevados.
Hacia la autoproducción
Sin embargo, no hay que excluir que, en el futuro, el poder de
compra y, sobre todo, la propensión al consumo acaben disminuyendo. En
efecto, cuando el volumen de trabajo que el capital es capaz de emplear
con beneficio no deja de disminuir, la actividad humana sólo puede
desarrollarse al margen de la esfera de la economía capitalista. La
tendencia en este sentido ya es manifiesta en el momento presente.
Mientras que la industria y los servicios industrializables suprimen
empleos, sólo o casi se crean servicios que, en la gran mayoría de los
casos, no valorizan capital, en particular los servicios de ayuda (ayuda
a domicilio a la tercera edad, ayuda materna, ayudas domésticas) y los
servicios de atención bajo todas sus formas: atención a la salud e
higiene física y mental, atención a la calidad de vida, mantenimiento
del medio natural, etc.
Estos servicios corresponden a necesidades pero estas necesidades no
son solventes más que en una débil proporción y por tanto sólo pueden
expresarse muy parcialmente en el mercado. Así pues, la escasa solvencia
de la demanda de estos servicios limita su desarrollo bajo una forma
mercantil, artesanal o asalariada. Es esta situación lo que lleva a los
liberales o neoliberales a afirmar que es necesario reducir la
remuneración del trabajo para poder desarrollar el empleo. Preconizada
particularmente en Estados Unidos y Gran Bretaña, esta «solución» tiene
como resultado la proliferación de las ocupaciones precarias (petits
boulots, bad jobs, working poor) [trabajillos, trabajos basura o de
pacotilla, pobres ocupados] a las que me he referido anteriormente.
Entonces la sociedad queda dividida en dos partes: por un lado las
personas cuya actividad les reporta una remuneración suficiente, por
otro una infraclase que, de una u otra manera vende sus servicios —a
título individual o como asalariado de establecimientos de comidas, de
limpieza, vigilancia, reparto a domicilio, etc.— a las personas
solventes a cambio de una remuneración mínima (por ejemplo una libra
esterlina, es decir 200 pts. la hora, en Gran Bretaña).
Desde la perspectiva de perpetuación de la sociedad salarial, hay
dos soluciones de recambio que presentan un mismo defecto. La primera,
que tiene un número creciente de partidarios en Europa, consiste en
completar los muy bajos salarios con una asignación pública (es por
ejemplo la fórmula del impuesto negativo sobre la renta) o con una
«renta de ciudadanía» garantizada a todo ciudadano pero que por sí sola
no le permite vivir. De esta manera se subvencionan indirectamente los
empleos muy mal pagados. La segunda solución de recambio es la creación
de una red muy densa de servicios públicos que permite a todos los
ciudadanos, solventes o no, un acceso incondicional a una gama muy
amplia de servicios gratuitos o casi gratuitos, ofrecidos por
departamentos municipales cuyos empleados reciben un salario normal. Es
el modelo sueco. Su crisis se explica por el hecho de que a medida que
se contraía el volumen de empleo en la esfera capitalista, el
crecimiento del empleo en el sector público se ha hecho cada vez más
difícil de financiar (el gasto público se eleva al 73% del PIB, las
retenciones obligatorias a más del 60%).
El defecto común de ambas soluciones es que las dos se basan en la
transformación en empleos asalariados de una gama cada vez más ampliada
de actividades, incluyendo actividades que competen a la esfera privada,
incluso a la esfera íntima y al dominio relacional. El cuidado del
otro, la atención al niño y a su desarrollo pleno, la ayuda al padre o
al vecino, reconfortar al amigo afligido o moribundo, al igual que la
higiene personal, la capacidad de responsabilizarse de la propia salud,
de mantener el ambiente inmediato, de resolver un conflicto en el seno
de la pareja, etc., todo esto tiende a convertirse en asunto de
profesionales especializados cuyos empleos proliferan sobre las ruinas
de una sociedad de la que habrán desaparecido la solidaridad espontánea,
el sentido de la entrega, la cultura de lo cotidiano hecha a partir de
lo que Ivan Illich llamaba los saberes «vernáculos». La monetarización y
profesionalización indefinida del máximo de actividades depende de una
lógica incompatible con la de una política de redistribución del trabajo
y de liberación de tiempo.
En efecto, la liberación del tiempo sólo tiene sentido si conduce al
crecimiento de la capacidad de las personas para asumirse de manera
responsable, tanto individual como colectivamente. El objetivo de una
política de redistribución del tiempo liberado es precisamente permitir y
favorecer este crecimiento de la autonomía. Así pues, el consumo de
servicios, mercantiles o públicos, tendrá que dejar de aumentar; incluso
está abocado a disminuir, pues una proporción importante de esos
servicios en la actualidad están relacionados, no con la incapacidad o
la repugnancia de las personas para asumirlos, sino con la falta de
tiempo para hacerlo. A medida que haya segmentos de tiempo disponible
cada vez más importantes, el consumo de servicios personales y
colectivos deberá decrecer en favor de su creciente autoproducción. Ahí
está la solución al callejón sin salida del modelo sueco, solución ya
ampliamente esbozada en los países nórdicos por lo que se refiere a los
servicios para la tercera edad. Consiste en facilitar todo lo posible,
por medio del urbanismo y la arquitectura, la existencia de locales y
equipamientos adaptados, el desarrollo de asociaciones de asistencia
mutua y de cooperativas de intercambio de servicios a escala de barrio o
de inmuebles. En este caso, la tarea de los servicios sociales públicos
consiste en intervenir de manera subsidiaria, según la demanda de los
habitantes, para asegurar la continuidad, la coordinacion o el apoyo
logístico de las actividades sociales autoorganizadas, formar
voluntarios para la realización de las tareas que exijan una mayor
cualificación.
El objetivo es que cada persona pueda desarrollarse plenamente desplegando sus actividades en tres niveles:
en el nivel macrosocial del trabajo profesional en virtud del cual
crea valores de cambio y participa en la producción y en la evolución de
la base propiamente económica de la sociedad;
en el plano microsocial de la autoproducción cooperativa y
comunitaria, creadora de valores de uso y de relaciones sociales
vividas, y donde los habitantes asociados pueden volver a recuperar el
dominio de su marco de vida y de la calidad de su ambiente;
en el plano de la vida privada, finalmente, que es el lugar de la
producción de sí mismo, de las relaciones entre personas valorizándose
mutuamente como sujetos únicos, y de la creación artística.
Conclusión
Superaremos la sociedad salarial —y con ella el capitalismo— cuando
las relaciones sociales de cooperación voluntaria y de intercambios no
mercantiles autoorganizados predominen sobre las relaciones de
producción capitalistas: sobre el trabajo-empleo, el trabajo mercancía.
Esta superación del capitalismo está inscrita en la lógica de la
transformación técnico-económica en curso. Pero ésta sólo conducirá a
una sociedad posteconómica, postcapitalista, si esta sociedad es
proyectada, exigida, por una revolución tan cultural como política: es
decir, si los «actores sociales» saben utilizar lo que todavía no es más
que una transformación objetiva para afirmarse como los sujetos de la
liberación que esta transformación hace posible.
La evolución cultural —lo hemos visto— va en este sentido, relegando
a un segundo plano el valor del trabajo, el deseo de éxito social y
profesional, y colocando en primer plano el deseo de «pleno desarrollo
personal» (el self-fulfillment de Giddens y ya no la
self-realization)[9], la producción de vínculos sociales de pertenencia,
y ya no la integración y «la identidad» social y profesional en el seno
de un orden que predetermine el lugar de cada cual.
Pero esta evolución cultural todavía no ha sido expresada por un
«discurso» social y político. Falta todavía una mediación entre la
aspiración de los individuos a ser los sujetos de su vida, de sus
opciones, de sus opciones de vida, y el reconocimiento social de la
legitimidad y del valor de esta aspiración. Falta todavía un estatuto
social que confiera a las actividades que no están socialmente
predeterminadas y que no tienen como condición y finalidad su
remuneración monetaria, la existencia social y pública que el dinero, el
pago y el contrato confieren al trabajo.
Yo no pretendo resolver aquí este problema. Solamente señalo una de
las pistas que comienza a ser explotada: un servicio civil que permite
elegir entre una gama amplia de actividades y trabajos cualificados, de
interés colectivo, dando derecho cada año de servicio a una beca de un
año para experimentar, estudiar, crear, actuar. Al mismo tiempo que se
evita así a los individuos el sentimiento de aislamiento, de impotencia,
de exclusión social, ligado al paro, esta fórmula combina el derecho de
cada uno a una actividad reconocida socialmente útil y el
reconocimiento social del derecho a hacer actividades sin utilidad
social directa. El reconocimiento por parte del sujeto de los valores de
utilidad social, le vale entonces el reconocimiento social de los
valores del sujeto. En este caso se trata de una variante simplificada
del derecho a una remuneración continua por un trabajo discontinuo al
que nos hemos referido antes.
Notas
[1] Cifras citadas en The Wall Street Journal, 10-20 marzo 1993.
[2]Cifras proporcionadas en Sind die Deutschen noch zu retten? por
Heinrich Henzler, director del Instituto McKinsey para Alemania, y
Lothar Spath, director general de las antiguas fábricas Zeiss en Iena
(Ienoptik), editado en Bertelsmann, Munich, 1993.
[3] Según Time International, 22 de noviembre de 1993.
[4]Datos extraidos de una serie de artículos de G. Pascal Zachery y
Bob Ortega, «Out of Work in the West», en The Wall Street Journal,
febrero y marzo de 1993 y de Janice Castro en «Disposable Workers», Time
International, 19 de abril de 1993.
[5] Roger Sue, Temps et ordre social, Presses Universitaires de France, París, 1994.
[6] Joffre Dumazedier, Revolution culturelle du temps libre 1968-1988, Méridiens Klincksieck, París, 1988.
[7]La evolución del volumen de trabajo depende de la tasa de
crecimiento de la economía y de la tasa de incremento de la
productividad, la cual es más fuerte durante las fases de recuperación.
Si la productividad aumenta un 3% anual y el PIB un 1’5% anual, el
volumen de trabajo se habrá contraído un 4’5% en tres años o un 6% en
cuatro años. Por tanto, para que pueda crearse un 10% de empleos
suplementarios, la duración del trabajo deberá reducirse al menos en un
14’5% o 16% por período de tres o cuatro años respectivamente, con una
disminución del salario directo en torno al 5’5% o 4% respectivamente.
[8]Guy Aznar, Travailler moins pour travailler tous, Syros, París,
1994 [versió castellana: Trabajar menos para trabajar todos, HOAC,
Madrid, 1994], estudia una gama muy amplia y detallada de medidas de
redistribución y reparto del trabajo así como de su financiación.
[9]Gorz contrapone dos nociones de autorealización personal, el
pleno desarrollo y la integración social, frente al mero éxito
profesional.
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